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TRAPIALES RUGBY CLUB

“En cualquier lugar se puede jugar rugby”: la historia del club Trapiales en el corazón de La Pintana

En el año 2007 cuando nació Trapiales, nadie pensaria que un equipo de rugby podía surgir y consolidarse en La Pintana sonaba como un cuento fantasioso. Pero Juan Sepúlveda, pintanino de tomo y lomo, apostó por romper esquemas, y llevar ese deporte a uno de los sectores más vulnerables de la capital chilena. Ahora, gracias a su impulso, La Pintana será sede para los Rugby-Seven de los Juegos Panamericanos 2023. Aquí, su historia.

Llego el findesemana. Trapiales, el equipo de rugby insigne de La Pintana, salta nuevamente a la cancha. Los jugadores se reúnen en círculo. Llega el momento del grito.

¡Inchin La Pintana!-, vocifera el Capitan, en mapudungún. “Somos de La Pintana”, es el significado de la frase, en español.

-Trapial, trapial (puma, puma)-, responde el plantel, a coro.

Mapuche molfun weichafe (somos gente de la tierra y guerreros)-, sigue el capitán, que lidera la arenga.

Marichiweu – Marichiweu, Marichiweu (diez veces venceremos),, cierra el grupo, a todo pulmón y al unísono.

 

Cumplido el rito, Trapiales se despliega en el campo. Son 15 figuras corpulentas con camisetas negras, adornadas por la insignia y colores de la bandera mapuche. Suena el pitazo inicial. La ovalada sale disparada al aire. Comienza el partido.

ICHIN LA PINTANA
TRAPIAL TRAPIAL
MAPUCHE MOLFUN WEICHAFE
MARICHIWEU MARICHIWEU MARICHIWEU

Hace 15 años, cuando nació Trapiales, pensar que un equipo de rugby podía surgir y consolidarse en La Pintana sonaba como un cuento fantasioso. O un propósito irrealizable, al menos. A fin de cuentas, el rugby, un deporte de contacto rudo, originado en suelo inglés, era practicado casi de manera exclusiva en los colegios y comunas pudientes de Santiago, más otros centros educativos británicos del país. Era, a todas luces, una actividad propia de la élite.

 

Pero Juan Sepúlveda Pérez, pintanino, apostó por romper esquemas, y llevar el rugby a uno de los sectores con mayores índices de pobreza en la capital chilena. “En cualquier lugar se puede jugar rugby” es el mantra de Juan, el hombre detrás del ambicioso proyecto.

No ha sido un camino fácil. Discriminación, barreras de entrada y el mismo contexto vulnerable desde donde surgen los jugadores son solo algunas de las complicaciones. Sin embargo, nada parece detener a Juan, actual head coach (entrenador jefe) del equipo: hoy, son alrededor de 120 deportistas que participan en una de las cuatro categorías de Trapiales (adulta, juvenil, infantil y femenina), que con el apoyo de la Municipalidad de La Pintana ha crecido hasta transformarse en un referente del rugby a nivel nacional.

portada

La historia de Juan Sepúlveda está íntimamente relacionada a La Pintana. Viene de una familia de pobladores, con una parte asentada en la población San Ricardo, y otra en la vecina San Rafael. Su mamá y su papá son feriantes. Todavía se los puede encontrar martes, miércoles, viernes, sábados y domingos en la feria de San Rafael. Dicen que tienen las mejores papas y legumbres. Juan también trabajaba en la feria, los viernes y domingos. Tenía un pequeño puesto donde ofrecía inciensos, velas y figuras de acción.

 

Siempre le gustó el deporte. El fútbol, muy popular en La Pintana, parecía ser lo suyo. Jugaba de volante creativo, con la camiseta 10. Y era bueno. Habilidoso. Incluso, asegura, llegó a vestir los colores de Colo-Colo, en sus divisiones juveniles.

Por lo mismo, no fue sorpresa que se enrolara en la carrera de pedagogía en Educación Física en la Universidad Mayor. En esa casa de estudios, conoció el rugby. La asignatura de rugby la impartía Fernando “Lilo” Torres, quien ahora entrena al Stade Francais, uno de los clubes más poderosos del país. Fue Lilo quien lo empujó a adentrarse en el mundo de la ovalada.

Con sus 1,80 metros de altura y casi 95 kilos de peso por aquel entonces, Juan calzaba con el perfil del rugbista. “Siempre fui medio anchito, muy metido en las pesas en ese tiempo (…). Tenía facilidades para el rugby”, afirma. Partió jugando en la línea de forwards de la formación. Ahí donde suelen ubicar a los pesos pesados. A quienes se les encarga frenar al contrario a punta de embestidas.

Juan (en la foto) jugaba hasta hace unos seis años, cuando tuvo que retirarse producto de una lesión.

Eso sí, reconoce que sabía poco y nada de rugby. Derechamente lo confundía con el fútbol americano. “Así de desconocido era para mí”, confiesa entre risas. Poco a poco, los entrenamientos, el apoyo de Lilo y las emisiones televisadas del Mundial de Rugby de 2007 terminaron por convencerlo. “Esto yo lo tengo que jugar”, fue su conclusión.

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Durante su etapa universitaria, Juan pasó por un par de formaciones que prefiere no mencionar. “Me sentí un poco discriminado”, resume. “Siempre dije: ‘Yo voy a ser grande’. Pero nunca voy a nombrar el equipo en que estuve. Por un tema de venganza”.

Era un club del sector oriente de Santiago. Nunca encajó. “Yo soy una persona de bajos recursos. Mis compañeros de equipo se iban antes del partido a un restaurant. Y yo quedaba mirando”. La primera y segunda vez lo invitaban. Le pagaban el plato. Después, el ambiente simplemente era “raro”, dice Juan.

 

Los contrastes eran notorios. Los fines de semana largos, por ejemplo, sus compañeros hacían planes para escaparse a balnearios top del litoral central, como Cachagua. Mientras, Juan se disponía a trabajar en la feria, con su papá. “Esa cuestión es totalmente cruda. A veces me decían que fuéramos a carretear a tal disco, y con suerte me alcanzaba para la entrada”.

Juan tampoco tenía plata para la micro. Se movilizaba en bicicleta desde La Pintana al sector oriente, para poder entrenar. En cada tramo tardaba entre una hora y media y dos horas. “Era súper sacrificado. Ese ritmo de vida, aunque te guste mucho, es complejo”, señala. “Por eso es tan necesario tener estos clubes como Trapiales, y otros equipos de Puente Alto, o San Bernardo. Porque derechamente no podemos tener el ritmo de vida de los otros. Esa es la democratización a la que apuntamos”.

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Ya titulado, Juan Sepúlveda consiguió un trabajo con la Municipalidad de La Pintana. Concretamente, era parte de las “escuelas de calle”, un programa para enseñar voleibol y basquetbol en multicanchas de barrios complejos de la comuna. Fue en ese contexto que, en 2007, se le ocurrió presentar al Departamento de Deportes de la municipalidad su proyecto. “Igual les vendía la pomada de que teníamos potencial, como comuna, para jugar rugby”, dice.

 

Juan se inspiró en Francia, donde se llevó a cabo un programa para reclutar jugadores en las periferias de las ciudades. En esas zonas, por lo general más pobres, la gente tenía una alimentación basada en carbohidratos. “Iban a buscar a los gordos para allá. Acá en La Pintana pasa lo mismo”, asegura, destacando que en su barrio abundan los locales que venden completos. “De acá podíamos sacar forwards”.

Obtuvo el visto bueno de la Municipalidad, y en abril de 2007 empezaron los primeros entrenamientos. Al principio, ocupaban la cancha 2 del Estadio Municipal de La Pintana. Aunque, claro, su disponibilidad dependía de los tiempos de la rama fútbol. Juan admite que esa cancha prácticamente se la tomaron, sacando de raíz los arcos de fútbol afirmados al pasto para colocar las “H” del rugby. “Hubo harta pelea y todo, pero le ganamos ese espacio a los futbolistas”, apunta en broma.

¿El siguiente desafío? Captar jugadores. Los primeros en sumarse fueron un primo y un sobrino de Juan. Luego, entre el boca a boca y las charlas que Juan daba en colegios de la comuna para presentar la iniciativa, la plantilla se fue llenando.

 

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En mapudungún, “Trapial” significa “puma”. Juan conoció la palabra en 2007, cuando fue a trabajar a un jardín infantil de La Pintana. Ahí, divisó un diccionario con nombres de animales en el idioma mapuche. Lo pidió prestado. Y pensando en la fiereza que representa ese felino, bautizó al club como “Trapiales”.

.Había otras opciones sobre la mesa. Algunos querían llamarse “pitbulls”, o “toros”. Pero Juan los convenció de buscar algo mapuche. Más allá de sus propias raíces, con antepasados oriundos de Lanco y Loncoche, no podía sacarse de la cabeza el caso de los All-Blacks, la todopoderosa selección de rugby de Nueva Zelanda. Ese equipo expone con orgullo los símbolos del pueblo indígena maorí, realizando su tradicional danza de batalla -el “haka”- antes de cada partido.

“Yo me decía que aquí en Chile no hay ningún equipo mapuche, que son guerreros, más duros que la cresta. Hay que hacerlo. ¿Qué mejor que tener un equipo de rugby, aguerrido, con espíritu mapuche?”, se preguntaba Juan.

 

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Semana a semana llegaba alguien nuevo a Trapiales. La lógica era la del amigo del amigo, que tenía algún interés por explorar un nuevo deporte. También llegaron referentes de otros clubes, conocidos en el circuito del rugby local, para apoyar el proyecto. Juan Galaz, seleccionado nacional, fue uno de ellos.

El renombre del equipo terminó por transformarlo en una especie de “selección de la zona sur” de Santiago, dice Juan. “Era una opción que no existía en ninguna parte más. La Pintana era el único lado de la zona sur en que se jugaba rugby, y empezó a llegar gente nueva”.

 

Actualmente, Trapiales tiene cuatro equipos. Sumando a los entrenadores, son unas 120 personas. Asimismo, además de la división adulta, juvenil (de 14 a 18 años) e infantil (de 13 a 5), en 2016 surgió una rama femenina. Su nombre es Trapiales Mailen. Mailen por “ñiñas”, o “reinas”, en mapudungún.

Juan siente un especial orgullo por las rugbistas de Trapiales. “El 80% son menores de edad. Muchas de ellas llevan 3 o 4 años en el equipo”. Y es que él las ha visto crecer. Incluso, fue profesor jefe muchas de ellas en el Liceo Víctor Jara, donde toda la semana trabaja liderando cursos y haciendo clases de educación física. “Yo les decía: ‘Ya comadre, tienes ene condiciones para hacer deporte, así que te voy a invitar a esto. Y les encantaba”. Por lo mismo, Juan ratifica que el Liceo Víctor Jara es, a su manera, la “cantera” del rugby en La Pintana.

 

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El rugbista de La Pintana tiene un sello propio. Una forma de ser alejada de los cánones del sector oriente, o de los jugadores que desembarcan en clubes como Universidad Católica. “De partida, es súper sacrificado”, dice el entrenador. Las interminables horas en el transporte público y la mala alimentación son factores comunes. “Como profesor, trato de derrumbar estas brechas. Pero el capital cultural que te entregan ciertos colegios es muy distinto”, sostiene Juan al respecto. “Los cabros tienen ese sello de, a pesar del sacrificio que significa poder realizar una actividad, siendo que a veces se ve tan cuesta arriba, la logra igual”.

 

Ahora bien, Juan cree que el rugbista pintanino es “chaquetero” por esencia, y que las exigencias de disciplina deportiva deben adecuarse al contexto. No les puede pedir, por ejemplo, que se levanten a correr todos los días a las 6 de la mañana.

“Yo les saco trote de otra manera (…). Siempre he entendido que los chiquillos son distintos tipos de rugbistas. Son muy distintos a los rugbistas que puedes encontrar en los country clubs, o en el Stade Francais. Cuando viene un entrenador a cambiar la idiosincrasia, la forma de ser de los chiquillos, ese entrenador fracasa”, recalca Juan.

 

La forma de aproximarse a ellos también es importante. Hay que involucrarlos en los ejercicios, y en el cómo hacer las cosas, dice Juan. Hacerlos responsables del equipo. No tratarlos como robots. “Siempre en la vida, ellos han sido criticados por su forma de ser. Han sido violentados, quizás, por su forma de hablar. Estos cabros funcionan mejor con el cariño. Y los hueones no te devuelven cariño. Te devuelven una talla”. Son como son, y Juan no los quiere cambiar.

Ese “ser como soy” ha significado, más de una vez, que los jugadores sufran discriminación sociocultural. El que los traten, en palabras de Juan, como “los hueones pobres”. Es un fenómeno que opera en ambos sentidos: a veces, a los rivales los tildan de “cuicos”. “Hay que hacer un trabajo psicológico con eso. Si no, se agarrarían todo el rato”, dice Juan.

Recuerda que, hace unos años, Trapiales se trasladó a Mantagua, a un recinto propiedad de un colegio británico de Santiago, para jugar una final. Para abaratar costos, arrendaron un bus modificado, en dudosas condiciones estéticas y mecánicas. Se demoraron seis horas en un trayecto que tarda a los más tres: “El bus era malo. De esos que más pirata no podía ser”.

Llegó la micro, e inmediatamente concentraron la atención de los asistentes, muchos de la alta alcurnia chilena. Su transporte destartalado se estacionó al costado de autos de lujo. Audi. Porsche. “Nosotros nos reímos. Son historias. Y ganamos”, comenta Juan. “Nos hemos tenido que formar un carácter para que no te saque de quicio que te digan que eres un flaite de mierda”.

“En los inicios del club, nadie quería jugar con nosotros”, agrega. El ser desconocidos, en un mundo tan pequeño como el del rugby, los aisló. “Como que pensaban que nosotros íbamos a puro pelear. Al contrario: queríamos jugar rugby nomás”, cierra Juan.

15 años de existencia dejan una que otra buena anécdota. La gira deportiva a Mendoza en 2012 es parte de ellas. “Para muchos jugadores, era su primer viaje fuera de Chile. Eso para mí, y para ellos, fue impagable”, relata Juan. Rememora con risa que, en esos tiempos, el cambio de moneda estaba muy a favor del peso chileno: “Los cabros se compraban toda la ropa deportiva, salían vestidos de Messi”.

 

Un episodio inolvidable en ese mismo tour a Argentina ocurrió en la frontera. Tras revisar sus documentos, los agentes de aduana querían impedirle el paso a Juan. Le explicaron que tenía arraigo nacional. ¿Por qué, preguntó el aludido? Porque un tal Juan Sepúlveda Pérez aparecía como prófugo de la justicia.

Todo resultó ser una confusión, producto de coincidencias dignas del realismo mágico. “Era un hueón que se llamaba igual, y que tenía los primeros cuatro dígitos del RUT iguales (…). El loco era un criminal, y yo iba con 45 niños”, resume Juan, sobre un suceso que hasta hoy causa gracia entre los Trapiales.

Otro hito –“de esos que se pueden contar”, bromea Juan- fue el podcast de Trapiales que surgió en pandemia. Un mecanismo, a fin de cuentas, para mantener vinculadas a las personas del equipo. A ese espacio invitaban a seleccionados nacionales, o referentes del deporte, para conversar.

 

Era difícil conectarse porque, como bien resalta Juan, en La Pintana existen zonas rojas, sin acceso a internet. Tampoco se le podía pedir a las y los jugadores que entrenaran en sus casas. “Me decían: ‘Profe, me pide un burpee, y si salto, el vecino de abajo me reclama (…). Costó un montón idear un plan para que los chiquillos se pudieran motivar a entrenar en sus casas”.

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“En cualquier lugar se puede jugar rugby”, es el mantra de Juan. Eso sí, lo acompaña con otra frase: “Lo caro es tener un seguro”. Trapiales es parte de la Asociación de Rugby de Santiago (ARUSA), que ofrece sus propios seguros en caso de accidentes. Pero el competir en torneos es caro. Entre todas las categorías, Trapiales desembolsa unos 3 millones de pesos anuales para competir.

En los clubes del sector oriente, es común pagar por jugar. Montos que alcanzan hasta los $200.000 mensuales, dice Juan. En Trapiales, el aporte mensual es de $5.000. “Es el equipo más barato de Chile, y el que mejor posicionado está”, afirma el entrenador. En efecto, la selección adulta de Trapiales compite en la categoría “Primera A” de ARUSA, la segunda división de más renombre en Chile.

 

A lo largo del tiempo, el club ha ido creciendo, tanto en capital humano como en infraestructura. Gracias al apoyo de la municipalidad, todos los equipos de Trapiales entrenan, desde 2021, en su propia cancha, en el Complejo Deportivo Las Rosas de la comuna.

 

“Nosotros hicimos una descentralización importante del rugby”, opina Juan. Él lo ve en el hecho de que, por ejemplo, La Pintana será sede para los Rugby-Seven (modalidad con siente jugadores por lado) de los Juegos Panamericanos 2023.

Los lazos también se han ido estrechando. Juan cuenta que en el club existe un “matrimonio trapial”. Es decir, un jugador de la sección masculina, y una de Mailen. Tuvieron un hijo, que probablemente termine vistiendo los mismos colores. Uno de los entrenadores de Trapiales Mailen es, además, un chico que Juan conoció cuando él sólo tenía 10 años. Hoy es profesor y kinesiólogo de profesión.

 

“Trapiales, más que un trampolín educacional, ha sido una familia. He visto procesos increíbles en los chiquillos”, finaliza el head coach.

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